
En un evento que parece sacado de un reality show, Donald Trump presidió este jueves en Washington la firma de un acuerdo de paz entre Ruanda y la República Democrática del Congo (RDC). Con Paul Kagame y Félix Tshisekedi, presidentes de ambos países, Trump se mostró optimista, declarando que esto será “un gran milagro”. La ceremonia ocurrió en un instituto de paz recién bautizado en su honor, porque, claro, la modestia no es su fuerte.
Trump no perdió tiempo en bromear sobre los líderes: “Pasaron mucho tiempo matándose entre ellos, y ahora van a pasar mucho tiempo abrazándose y aprovechándose económicamente de Estados Unidos, como todos los demás”. Sin embargo, el ambiente no era tan de kumbayá. Los combates siguen en el este de la RDC, donde el grupo M23, supuestamente respaldado por Ruanda según la ONU, ha ganado terreno contra las fuerzas de Kinshasa. Kagame admitió que “habrá altibajos”, mientras Tshisekedi llamó al acuerdo el “comienzo de un camino exigente”. Traducción: no esperen fuegos artificiales de felicidad.
El trasfondo del trato tiene un brillo más metálico que pacífico. Trump presumió que el acuerdo abre la puerta a minerales críticos, especialmente en la RDC, una mina de oro para tecnologías de autos eléctricos. “Vamos a sacar algunos minerales raros y todos vamos a ganar mucho dinero”, dijo, como si la paz fuera solo un bonus. También aprovechó para recordar que este conflicto, con cientos de miles de muertos en décadas, es una de las ocho guerras que dice haber terminado desde enero.
¿Paz verdadera o un negocio con olor a Nobel de la Paz? Esto tiene más giros que una serie de intriga política.
